Wednesday, August 16, 2006

La monumental

La monumental


Alberto LLANES


Primer tercio


Frente a la virgen, el matador se persigna. Ha rezado una larga letanía y está completamente solo frente a la imagen. Reza y se persigna. Le faltan sólo siete corridas de la temporada para que ésta llegue a su final. Que también, dicho sea de paso, será el final de su carrera. Lo ha prometido y no puede quedar mal con su familia. Hace un mes que anunció su retiro a los medios de comunicación. Primero no podían creerlo, después como que se fueron haciendo a la idea. Su familia tampoco le creyó mucho eso del retiro. Y es que el matador, decían, no podría vivir sin los cosos, no podría vivir sin la fiesta brava, decían, no podría vivir sin matar una res bravía, decían, no podría vivir, decían… y como una letanía interminable la incredulidad no dejaba de amedrentar a la familia del matador. Es que nació para matar, decían, y vivió para matar, decían, y vivió para torear, decían, y vivió para partir plazas, decían, y la letanía, lejos de terminarse se agrandaba hasta que con un , los callaba tiernamente. Ahora sólo espera que termine la temporada grande para retirarse. Lo ha pensado. Han sido muchas las cornadas. Muchas también las operaciones. Pero es cierto también, muchas y muy gloriosas las orejas y los rabos que ha ganado en su trayectoria. Y no hay cosa más hermosa en el mundo toreril, que al final de una buena faena ver a todo el público en pie ondeando un pañuelo, o dos pañuelos blancos, pidiéndole al juez de plaza que le den orejas y rabo. Pero el médico le ha dicho al matador, que o deja de torear o su salud se verá afectada más de lo que ya está. Han sido cerca de cuarenta operaciones, producto de igual número de cogidas y accidentes a los que cualquiera está expuesto. Dos docenas de cogidas han sido bastantes para que el cuerpo del torero se vea frágil, endeble. Sin embargo, ahora está ahí, casi al final de la temporada grande, casi al final de su carrera. Siete corridas más lo separan del inminente retiro. El siete cabalístico lo separa de ver los toros por la tele o como espectador más en la Plaza de Toros México, donde se ha llevado los aplausos de la gente, a veces también el abucheo, y es que no siempre se sale con la misma suerte. Está sin embargo ahí, parado ante la virgen de los milagros, con su traje de luces color oro y tabaco. Persignándose ante la imagen de la virgencita como hace siempre antes de pisar un ruedo. Y si en la plaza a la que fuere no hay una virgencita, o no al menos como a la que él le reza. Entonces va a los vestidores y saca de entre sus pertenencias una replica en miniatura de la milagrosa a la que le reza desde aquella cornada casi mortal que le alejó de los ruedos por caso dos años. Pero sabe que en la México sí está la virgen. En su pasillo de siempre. Ahí, en lo mero alto, con su altarcito bien hecho, ahí le reza a la morenita de los milagros. Entonces hace el mismo ritual siempre desde que tomó por vez primera la alternativa y dejó de ser novillo para convertirse en verdadero matador. Y se persigna entonces un número infinito de veces. Y reza. Y piensa. Y le implora al cielo. Y pide por sus demás compañeros. Y pide porque la de esta tarde, sea una gran faena. Y pide porque todo salga bien. Y se vuelve a persignar. Y sabe que el coso está repleto. Sabe que mucha gente ha pagado un boleto para verlo sólo a él. Se alcanza a escuchar la algarabía de la gente. El olor a puro empieza a llegarle hasta donde está, al pie del altar. Saca entonces unos cerillos, toma una veladora en sus manos. La enciende, y volviendo a rezar y volviendo a persignarse coloca el vaso a los pies de la morenita de los milagros. Santa patrona para él, de los toreros. Y entonces se hinca levemente. Hace una reverencia. Vuelve a implorar al cielo. Se persigna por ahora sí, última vez. Se incorpora y se sacude el polvillo de la rodilla puesta en suelo. Se ajusta las zapatillas, siempre lo hace frente a la virgen. Ése es el ritual. Se oye al público ávido. Más que nunca sabe que está en el final de su carrera. Y aunque ha anunciado su retiro, no puede quedarle mal a toda esa gente que lo ha ido a ver, tiene que mostrar que arte, todavía que le queda para rato, porque ése lo lleva en las venas, bien metidito en las venas del cuerpo. Entonces oye que la gente empieza a gritar <¡TO-RE-RO-TO-RE-RO-TO-RE-RO!>, con mil vítores. Y la piel se le enchina, un escalofrío le recorre desde la médula hasta las meras plantas de los pies. No puede quedar mal con ese público. Su mujer, incluso lo ha ido a ver. Sus hijos también, son dos y el mayorcito ya empieza a tomar la muleta, hace pases de pecho y embravece al perrito que tienen por mascota, pero el perrito como no sabe nada de fiestas taurinas toma al chiquillo por loco y sólo quiere que lo dejen dormir, pero en cuanto el perrito se enfurece por lo entrón que resultó el chamaco con la muleta, se levanta y a cuatro patas camina en pos de donde una muleta le hace un tremendo pase cambiado, y luego una monoletina y una Bernardina, y lo remata con un abaniqueo, y la mamá que ha contemplado la escena taurina desde la cocina, suelta una serie de aplausos que hacen que el muchachillo se pare a pie juntillas, y con la muleta tapándole las nalgas, el muchacho hace haga un sube y baje con las puntas en honor a esa gran faena, el perrito al ver que la mamá va por el muchacho y lo eleva por los aires, toma su lugar favorito olvidándose de lo que acaba de pasar, dejando que madre e hijo se fundan en un abrazo que parece interminable. Entonces el torero ya está listo. Sabe que esa corrida será dedicada para su familia que por primera lo han ido a ver en vivo y en directo a la Monumental Plaza de Toros México. Para ellos será dedicada esa tarde. Y su traje oro y tabaco brilla con muchas ganas, más que otras veces, incluso. Se aleja por fin de la imagen de la virgencita de los milagros patrona para él de los toreros, y se junta con el grupo con que va a salir al ruedo a partir plaza. En el sorteo le ha tocado lidiar al tercero y al sexto de la tarde. Sabe también, que el encierro de ese día tiene a los ejemplares más bravíos de la región. Salen todos entonces y reciben el aplauso del respetable. En cuanto sale, el público lanza una serie de objetos al ruedo y su traje de luces brilla con la intensidad del sol. Le ha tocado compartir plaza con dos toreros que conoce poco porque son más jóvenes que él. Acaso a uno lo conoce más por que tiene más plazas recorridas y al otro apenas le han dado la alternativa. A ése es precisamente al que se le nota que es novato. Pero en el vestidor, se le ha acercado diciéndole que es admirador suyo desde que estaba chamaco. Eso lo motiva más. Es además, un inspirador, un motivador. Con el capote en el brazo va cortando plaza. Con el caminado recio como en puntillas, el gesto alegre y el cuerpo apretado, va caminando por toda esa circunferencia que es el ruedo. La gente grita su nombre. Lanza saludos. Objetos. Entonces se quita la montera y hace una pequeña inclinación y luego, un giro de trescientos sesenta grados agradeciendo a los presentes su presencia y algarabía. Sigue en su caminado como los toreros, en puntillas, el paso bien apretadito y las nalgas también, como es costumbre. Entonces los <¡TO-RE-RO-TO-RE-RO-TO-RE-RO!> se vuelven a oír en coro. Es el apoyo del público. El apoyo que sólo oirás siete veces más, porque son las que te faltan para decir definitivamente adiós a los cosos. Hace calorcito. Es una tarde pletórica. Hay un gran ambiente en la plaza. Huele a habano, a gloria, a cerveza, a fiesta. Huele a fiesta brava y su aroma es único. Irrepetible en cualquier otro lugar. Inenarrable incluso. Ves a tu mujer de reojo acomodada en primera fila ¿Para quién sino para ella va a estar, tiene que estar dedicada esta corrida? Tu mujer nunca ha ido a un coso a verte torear, porque dicho sea de paso, es un manojo de nervios y no sabría cómo reaccionar en caso de que te pasara algo. Sin embargo la convenciste. Va a estar presente a partir de ahí hasta el último día, hasta que termine la temporada grande, te lo ha prometido a cambio de que tú cumplas con tu parte de la promesa del retiro. Los años no pasan en vano ¿Cuántas veces no oíste esa frase? Pero es verdad, ahora lo puedes comprobar en persona. Los años no pasan en vano. Lo sientes en tu cuerpo. Tus movimientos ya no son como antes cuando tomaste la alternativa por primera vez hace ya muchos años. Se han vuelto torpes. Has ido perdiendo agilidad, destreza. Pero el arte, ése lo traes en las meras venas. Bien metido en el corazón.





Segundo tercio


Ha empezado la faena. El joven novato es al que por el sorteo le toca ser primero, tiene que lidiar el primero y el cuarto de la tarde. Empieza con una faena buena, pero no ha logrado motivar al público. Incluso comenzó nervioso, dubitativo. Conforme iban pasando los tercios y el toro iba perdiendo fuerza, el joven se fue plantando más seguro en el ruedo. Con pases de pecho y Verónicas y medias-Verónicas, el novato logró arrancarle al público algunos oles, que sin embargo animaron la faena. El público estaba ávido por verte, querían ver arte y el novato estaba muy verde como para proporcionárselos. La corrida había sido medio accidentada. Al momento de matar, el joven se puso en posición, como indican los cánones del mundo taurino. Pero al hacer carrera para encontrarse con el astado y encajarle en el lomo el estoque, la zapatilla del pie de apoyo se le atoró en la arena, y el toro, de no ser porque la muleta le tapó los ojos, lo hubiera cogido en las costillas. Eso sí, una banderilla medio suelta en el lomo del animal lo había herido en el brazo y el muchacho resbaló por el dolor de la herida y por el peso del toro que lo movió a su antojo quedando prácticamente por debajo del animal. Pero como los buenos toreros, se incorporó sin limpiarse el traje. Alguien le pasó de nueva cuenta la muleta. El público se había espantando y sólo se escuchó, casi al unísono un <¡Ahhhh!> de admiración, y al ver que el novato había corrido con suerte y tomaba nuevamente la muleta y el estoque de muerte. El público se le entregó en un aplauso que motivó al muchacho a hacer una buena suerte de muerte. Sin una zapatilla puesta, y aún sin verse y menos sin curarse la herida causada con una banderilla. El novato colocó al astado como marcan las reglas, a pies juntillas, es decir, con los cuartos traseros bien juntitos para dar el estocazo final. Se puso en posición, apuntó la espada, cerró un ojo, arqueó las piernas, flexionó la derecha y el pie libre de peso lo puso en puntillas, esperó unos segundos y enfiló rumbo al animal que lo esperaba mermado, eso sí, muy quieto y con los cuartitos traseros muy juntos como indica el manual. El torero enfiló, el astado pasó a su lado y un pinchazo provocó la rechifla del público y que al torero le doliera la mano. Había dado en el mero hueso. El toro seguía vivo. El muchacho había hecho una buena corrida, digna casi de una oreja, pero con esa falla toda posibilidad se veía prácticamente nula. El juez de plaza hizo una seña y un aviso sonó en la cornetilla. Luego de un intento más, el matador logró meter medio estoque a un burel que se negaba morir, que seguía sin embargo en pie, con medio estoque adentro. El público reprobaba con chiflidos la suerte del joven torero, que nervioso por el accidente recién ocurrido, no sabía qué más hacer para no quedar mal con este público que lo había visto por primera vez en una corrida formal. Por fin el astado sintió la muerte, se acomodó cerca de un burladero, dobló los morrillos y acomodó todo su tonelaje en el suelo como esperando algo. Al público no le gustó nada la forma en que el astado estaba muriendo, y la rechifla no se hizo esperar. Una estocada con una pequeña daga en el cráneo y por fin se despedía de este mundo. Era verdad que el novato no se merecía oreja ni rabo, pero sí el aplauso de una parte del público que no se atrevía a rechiflar, o que tal vez no los sabía hacer, y optaron por darle, por ser la primera vez, un leve aplauso. El turno fue entonces de , que salió con sus quinientos kilos de furia buscando no quien se la hiciera, sino quién se la pagara. Como no vio a nadie en el ruedo , con la misma furia con la que salió, pegó una corrida devastadora, y luego un brinco impresionante que llegó a asustar a los espectadores de la primera fila, pero quedó atorado el callejón de los corriles, regresándolo otra vez al ruedo para comenzar con la faena y el primer tercio, el de los con el segundo de la tarde, que le tocaba lidiar al torero que se hacía llamar . Por fortuna tu mujer e hijos estaban del otro lado de la plaza donde pasó el incidente, y fueron uno de los tantos espectadores que se impresionaron con el salto demoníaco que pegó , como si el burel tuviera la facultad de volar, de desplazar por los aires todo su tonelaje sobrellevando su carga y los pitones para encontrar un alguien distraído a quien descargar tanta furia contenida. La faena de fue un encanto. En el segundo tercio el propio matador pidió las banderillas para hacer la suerte él mismo. (que así se decía nombrar) puso los tres partes con un arte, con un movimiento, con un toque taurino, que ni en sus mejores tiempos había logrado el matador veterano, tanto así, que el llamado , sacó el aplauso de los caballeros y el suspiro de las damas. tenía muchas plazas recorridas, además, era heredero de una de las más famosas y tradicionales familias taurinas de España. El padre del había recorrido las mejores plazas de España, Portugal y México. Y ahora hacía lo propio en la plaza de toros más grande del mundo. El padre de éste era conocido como: .





Tercer tercio


Llegó entonces tu turno. El primero, para ti, de la tarde. Se llamaba . Pensaste entonces que ese nombre le hubiera venido mejor al otro burel, al que voló por los aires y espantó al público. pesó cuatrocientos cuarenta y cuatro kilos, cuatro cuatro cuatro, pensaste. Tenía los pitones muy abiertos y salió brioso, como los anteriores. Se presentaron los y con ellos la rechifla y el siguiente drama de la tarde. Con unos cuantos pases con el capote enfilaste al burel hasta los caballos y el , con una lanceta hería el lomo del animal, mientras éste se entretenía embistiendo al caballo. Pero lejos de mermar su fuerza, el toro sacó energías de sobra. Encajonó al caballo hasta que perdió el equilibrio y cayó con todo y jinete. La gente en la plaza lanzaba rechiflas al , pero en cuanto vio la acción el <¡Hoooo!> se dejó escuchar. El estaba en el suelo. Había pegando de lleno en la arena con la cabeza y el pura sangre encima de él aplastándole un costado no lo dejaba salir. Rápido entraron los mozos para auxiliar al y sacarlo de debajo del animal. Al poco, el fue llevado a la enfermería cargado en peso y el caballo fue puesto en pie. “No puede regresar”, fue el diagnóstico del médico. Y tu faena fue entonces única. La recuerdas muy bien. Primero con el capote. Un pase largo y ole. Una Verónica y ole. Varias chicuelas y ole. Después con la muleta. Una manuelina y ole. Una Bernardina y ole. Un pase de las flores y ole. Un pase cambiado y ole. Y al momento de matar, matador. Te quitaste la montera y de espaldas, como los buenos toreros, se la arrojaste a tu mujer en señal de dedicarle a ella la faena, años de vida y todo lo dedicable y por dedicar. Y al regresarla, tu mujer lo arrojó y cayó al revés. Mala suerte, torero. El público enardecía en la plaza. Habían esperado mucho para verte en el coso dando muletazos con la diestra. Y a pies juntillas y con el burel bien acomodado con los cuartos traseros bien juntitos. Tu estocada fue mortal. Entró limpia, hasta el fondo. Dejando fuera el mango de la espada. El burel cayó fulminado con la mirada fija en ti. Arrojó un poco de sangre por la boca porque la estocada fue profunda tocando órganos vitales. El griterío no se dejó esperar. El público llenó el ruedo de mil objetos aventables, entre sombreros, chamarras y cojines para los asientos. El burel salió a rastras tirado por caballos. El juez de plaza te dio orejas y rabo. Diste una vuelta completa al ruedo mientras le regresabas al público todo lo que iban aventando al coso. Viste entonces a tu mujer que estaba alegre, de pie, gritando <¡TO-RE-RO-TO-RE-RO-TO-RE-RO!>, como lo estaban haciendo los cientos de personas que estaban en pie ovacionándote. La tarde empezaba a caer y todavía faltaba la segunda tanda. La trompeta sonó dando comienzo. Tú la cerrarías con el sexto de la tarde. En el cuarto astado, el matador novato se plantó más seguro en el ruedo. Cuando hacía su faena, el novato se acercó a ti pidiéndote consejo. Fuiste muy duro con él cuando le dijiste eso de que el público no se le debía imponer. Entonces para esa faena salió más airado. Te había estudiado y copió incluso algunos de tus pases. Pero otra vez al momento clave volvió a fallar. La suerte de la muerte no era lo suyo y volvió a cometer la pifia. Con otros dos pinchazos que hicieron que (que así se llamaba el toro) lo dejara otra vez en mal con el público que lo veía por primera vez en una corrida formal. Con esos pinchazos el novato oyó un primer aviso, aviso que lo puso nervioso. Todo lo bueno que había hecho en la faena, se estaba yendo a la borda con esa mala suerte. El segundo aviso sonó y la media estocada no mataba al bravo astado que le hacía honor a su nombre. Por fortuna con tanto mareo el burel poco a poco fue cayendo antes de que sonara el tercer y último aviso del juez de plaza. Una cosa era cierta, el novato tenía talento pero le hacía falta técnica al momento de matar. Te acercaste a él cuando se lavaba las manos y se quitaba la chaquetilla. Le viste la herida en el brazo vendada. Te diste cuenta también entonces, que chamaco tenía garra. Le tendiste la mano y le explicaste que ahora que te retirabas le ibas a enseñar a matar como se debe. Él te miró y soltó un gracias con los ojos bien abiertos. El turno fue entonces para . Con mucha más experiencia que el novato, al no le costó trabajo poner a tono a la gente, a pesar de que el vientecillo que de pronto se soltó en el coso, le impedía primero, el buen uso con el capote y luego, hizo lo mismo con la muleta. Aún así le sacó una faena impresionante a , el quinto de la tarde. El juez de plaza no tuvo más que darle la oreja que el público pedía con un pañuelo blanco agitando por el aire. Llegó entonces tu turno otra vez. El sexto de la tarde fue . Te persignaste como siempre haces al inicio de cada faena. Tomaste tu capote y fuiste a tomar tu lugar en el ruedo. salió con quinientos veinte kilos de peso, te miró de rojo el capote y fue directo a ti. Era hostil. Los pitones muy abiertos y todo él de un color gris rata precioso el ejemplar del encierro de Xajay. Era calculador también. El ganadero había dispuesto regalar otro burel de su mismo encierro. Le hiciste los primeros paces a . No pasó nada raro, ya habían pasado muchas cosas accidentadas en toda la tarde como que para que ahora, con el sexto de la tarde pasara algo extraño, algo fuera del script original. Cogiste un par de banderillas en el segundo tercio. Hacía mucho tiempo que no lo hacías pero te vino a la mente que te quedaban siete cabalísticas corridas, y que a la mejor ya no lo volverías a hacer esto jamás. , había dejado al público enardecido y te salió del alma poner ese par. El público te conminó, te motivó. El grito de <¡TO-RE-RO-TO-RE-RO-TO-RE-RO!>, sonó en la plaza y ni modo de quedarles mal. Entonces cogiste el siguiente par y lo pusiste y ya encarrerado pusiste también el otro. Así fue. El astado parecía que te estaba midiendo. A cada palmo de terreno parecía que te iba calculando. Hiciste todo lo taurinamente posible hecho con un toro en un ruedo repleto y enardecido. Los oles se oían a cada movimiento de capote primero, muleta después. El toro a todo se dejó, a todos los pases respondía con enjundia. Al momento de la suerte de la muerte el público no quería y te exigía torero que le sacaras más pases. Diste otros dos o tres muletazos, otras dos o tres suertes. No había más que hacer. Había sido un gran ejemplar. El ole estaba a flor de piel en los espectadores. Decidiste que ya era hora. Miles de ojos apuntaban a ti. Acomodaste al morrillo. Cuartos traseros bien plantados en la tierra y bien juntitos. Apuntaste el estoque. Cerraste un ojo. La muleta enfrente del animal que miraba para abajo. Arqueaste las rodillas y flexionaste la derecha poniendo el pie de la misma pierna en punta con la arena del ruedo. Esperaste unos segundos brevísimos y corriste para encontrarte con el astado grisáceo. Se hizo un silencio expectante. El estoque entró limpio, hasta el fondo. Tu técnica era inefable, única, sin igual. En cuestión de segundos el toro caería fulminado. Pero entonces. En una reacción felina del burel, y cuando te encontrabas saludando a tu mujer. El astado llegó por detrás de ti dándote una cogida sin igual también. El pitón derecho se clavó en uno de tus costados. Entró. Trozó un pulmón. Sentiste asfixia. El rostro del público era expectante. El de tu mujer peor. El toro embravecido, herido de herida mortal te levantó en vilo. Entraron los mozos pero no te podían quitar de los cuernos del animal. El traje oro y tabaco estaba desgarrándose y poniéndose rojo. La embestida fue tan trepidante y repentina que los movimientos bruscos hacían que el pitón se fuera metiendo más y más y más adentro de ti. ¡El corazón! Sentiste la herida cortante. Fueron a penas unos segundos, pero a ti se te hizo una eternidad. No sabías cómo el toro sacaba fuerzas ni de dónde, porque la estocada fue mortal. El astado cayó al suelo y con él caíste tú. Aún lograste levantarte como los buenos toreros, sin verte ni limpiarte el traje de luces hecho trizas y te dirigiste al pasillo donde estaba la virgencita de los milagros. No podías respirar. La gente en pie no lo podía creer. Los ojos abiertos. Las caras de espanto. El de admiración, el <¡Ahhh de espanto!> Veías al público como entre sueños. Te abrieron los corriles y caíste frente a la imagen de la morenita. Algunos de público se habían adelantado y pedían con dos pañuelos blancos agitándolos por el aire que te dieran orejas y rabo. Pero al ver la escena todo fue expectación. Todo fue… Tu mujer. Tus hijos veían la escena azorados. A la distancia no se alcanzaba a ver nada malo. Pero tú supiste que era una herida mortal. El doctor llegó a donde estabas tirado, al pie de la morenita de los milagros. El toro ya había expirado. La estocada había sido mortal sí, pero sacó fuerzas para llevarte a ti también. El médico te examinó, vio la herida profundísima y dijo un no triste con la cabeza. Te puso el estetoscopio en el corazón. Las pulsaciones eran débiles. Vio la entrada por el pulmón y la herida profundísima y volviendo a decir que no tristemente con la cabeza. Te tomó el pulso y volvió a decir que no más triste todavía. Rápido pidió una ambulancia y volvió a decir que no, ahora desesperado. Se hizo un mundo de gente en los corriles. Frente a ti estaba la imagen de la morenita de los milagros. Viste de pronto a tu mujer. No sabías qué era lo que oías. Veías caras, oías voces. Estabas quedando inconsciente. Y la ambulancia no llegaba. El médico volvió a tomarte el pulso. Dijo nuevamente que no con la cabeza gacha. No podía hacer nada. Llegaron los paramédicos. Tu mujer te tomó la mano. Estaba caliente, y la tuya se empezaba a enfriar. y el novato se acercaron a verte y cuando vieron las dos heridas se pusieron automáticamente a rezar. El pulso era bajísimo. El corazón débil. Tus hijos estaban frente a ti también. Llorando. Soltaste una sonrisa. Les dijiste que todo iba a estar bien. Era una corredera de gente por aquí y por allá. Pusiste la vista en blanco y soltaste la mano de tu mujer. Habías muerto. La cornada había llegado al corazón y el pulmón estaba prácticamente desecho. Cortado en dos. Tu mujer lanzó un alarido de horror que aún, en las noches de luna llena resuena en los rincones de la plaza de toros, en la Monumental plaza de toros México. En la otra mano, llevabas una réplica en miniatura de la virgencita de los milagros que alcanzaste a sacar cuando ibas corriendo para caer muerto a sus pies.










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