Café exprés
Decía el muy celebrado escritor
guatemalco-mexicano Augusto Monterroso que en la literatura hay los mismos
temas siempre; y enunciaba al amor, la muerte y, —agregaba en tono de broma— y
las moscas… esos son los temas siempre de la siempre apasionante literatura,
decía Tito autor, como sabemos, de uno de los cuentos más breves del que se
tenga noticia titulado simplemente El
dinosaurio que dice así: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí”.
Aparecido en su primer libro que, si lo vemos así, el título podría parecer una
total y absoluta broma por el nombre que utilizó: Obras completas (y otros cuentos). ¿Obras completas siendo su
primer libro?, vaya paradoja. Sin embargo, llegó Felipe Lomelí y escribió,
todavía y aún, otro de los cuentos más breve que dice así: “¿Olvida usted
algo?, Ojalá”.
Óscar
de la Borbolla, pensador, filósofo, escritor y antes que nada un gran lector,
dice que él tiene, en su haber, el cuento más breve del que se tenga noticia, y
aquí le pide perdón a Tito Monterroso por esto.
En el texto
titulado Minibibografía del minicuento
(que muy es fácil de encontrar por internet), el autor mexicano dice esto:
“Ahora, para terminar, voy a ofrecerles, en
primer término, el mejor minicuento que conozco, en segundo, el más famoso y,
finalmente, uno hecho por mí para esta ocasión y que, espero, sea el
definitivamente más corto de cuantos pueden inventarse. El mejor minicuento que
he leído está en una lápida del Panteón Jardín: consta de una sola palabra,
pero es una palabra que resume la vida de varios personajes, que muestra la
pasión, los disgustos, los desgarramientos, la traición, los celos, la
decepción y la rabia. Sobre una sobria piedra negra puede leerse esta hondísima
historia: “Desgraciada”. El cuento breve más famoso forma parte de la
literatura épica y está armado con narrador autodiegético: es la archiconocida
frase dicha por César al vencer a Farnaces: “Veni, vidi, vinci”. Aclaro que César
la compuso con cabal conciencia y con una plena intención de síntesis, pues
buscaba informar al senado, con una historia rápida, la rapidez de su victoria.
El minicuento más breve posible empecé a componerlo en mi perdida pubertad de
paseante de panteones, en los tiempos cuando descubrí mi vocación literaria y
filosófica. En él se resumen no sólo mis dudas ante la vida y la muerte, sino
la incertidumbre universal ante el destino. Este minicuento dice exclusivamente
así: ¿Y?
La ingenuidad de la brevedad de
estos textos radica en la, a ojos vistas, simpleza de su composición, que para
muchos debe ser una total estupidez porque… ¿Qué tanto nos puede llevar
escribir siete palabras, como siete palabras son las forman el cuento que ha
trascendido por años de Tito Monterroso?, ¿cuánto nos puede llevar en tiempo,
—estoy siempre hablando— escribir cuatro palabras que son las que componen el
cuento de Felipe Lomelí? O, ¿qué me dicen del texto más brevísimo de Óscar de
la Borbolla que es, sin duda, el más pequeño del que se tenga nota?
La
dificultad no radica en el tiempo de escritura, sino en hacerlo (sí, llevarlo a
cabo), en pensar la idea, estructurarla, desarrollarla y que quede para la
posteridad, que el tiempo sea el pilar o su sepultura; que el tiempo la ensalce
o la olvide por completo.
Uno escribe el
texto y al momento de publicarlo ya no nos pertenece, le pertenece a quien se
acerque a ese libro, a aquella novela, a este compendio de cuentos o a aquel
poemario y sienta urgencia (como decía el poeta chiapaneco Jaime Sabines), en
ese momento, de poesía, de literatura, de letras.
Dicen que
muchos de los cuentos de Agustín Monsreal —un maestro de la brevedad—, pueden
parecer, incluso, chistes, sin embargo el chiste (vaya la redundancia) radica
en que el maestro tuvo el tino de sentarse ante una hoja de papel y, bolígrafo
en mano, se puso a escribir. Y para muestra dejo el siguiente texto del autor
mencionado. Se titula Gente de letras
y dice así:
Mi mujer y yo
hemos peleado. No nos dirigimos la palabra. Antes de acostarnos, le dejo una
nota sobre el buró: “Por favor, despiértame a las siete”. A la mañana
siguiente, un exceso de luz me hace abrir los ojos: las nueve y media. Junto al
reloj, un recadito: “Despiértate, ya son las siete”.
El anterior texto viene en una
colección impresionante de minificciones titulada: Los hermanos menores de los pigmeos. La colección de cuentos del
libro mencionado corrió a cargo de Marcial Fernández bajo el sello editorial de
Ficticia.
Le
preguntan a Tito Monterroso que qué fue lo más complicado de escribir su cuento
del Dinosaurio y, Tito Monterroso, hábil como lo era, inteligentísimo y de un
humor bastante negro respondió corrigiendo a quien le estaba haciendo en ese
momento la entrevista diciendo algo más o menos así: “El cuento del dinosaurio
no es un cuento en primer lugar; es una novela y de esa novela, en segundo
lugar; lo que más me costó trabajo hacer no fue tanto pensarla y mucho menos
escribirla, sino decidir en dónde colocaba el signo ortográfico de la coma”.
Así su respuesta.
Todo
esto que estoy diciendo son instantes de vida de algunos de mis autores
favoritos. Y los menciono porque la vida está llena de instantes, justamente
como este donde estamos reunidos para conocer el trabajo poético del maestro
Julio César Verdugo Lucero (Fabricio), —leyendo el poemario que ahora vamos a
comentar, sabremos el porqué del Fabricio—; ese es el poder inmaterial que nos
da el placer de leer y que tanto comentan autores aficionados y expertos del
fomento lector como: Juan Domingo Argüelles, Felipe Garrido, Gabriel Zaid,
Ricardo Garibay y varios autores más que han estudiado el placer de la lectura,
también destacan: Mónica Lavín, Patricia Laurent Kullick, entre muchas más.
Digo
que este momento, este instante es especial y lo será, tanto que lo llevará a
ser único y único, podremos presentar este mismo poemario en otra ocasión, pero
ese será otro momento, por eso cada uno de esos instantes es único e
irrepetible y, por ende, especial y entrañable.
En primer
lugar quiero agradecer de antemano al maestro Julio César por la invitación.
Recuerdo que en otro instante nos vimos en mi cubículo de la facultad a la cual
estoy adscrito, y me planteó la posibilidad (maravillosa) de publicar un
poemario; yo siempre estoy alentando a publicar a quienes así lo deseen a que
se animen a hacerlo, no sé si en aquella ocasión le ayudé o no le ayudé, lo
orienté o lo desorienté, pero ahora que veo el proyecto realizado, publicado,
editado y ahora presentado, me da mucho gusto. Porque lo que uno tiene que
hacer es aventarse al ruedo, llevar a cabo las cosas, con apoyo o sin él. Hay
momentos cliché que dicen que en la vida hay que plantar un árbol, tener un
hijo y editar un libro. Sin embargo, no hay que editar el libro nada más por
editarlo, tampoco tener al hijo nada más por tenerlo; el árbol lo podemos
plantar sí, para ayudar a mejorar el medio ambiente (pero también necesita de
cuidados), todo necesita de cuidados, máxime la publicación de un libro. No es
nada más arrojar un hijo más a este mundo, no. Hay que publicar el libro por la
necesidad, la urgencia de decir algo, de moverle fibras al lector, dejar un
legado de lo que será nuestro paso por esto que hemos definido y catalogado
como vida. Somos los cronistas de este tiempo y de este espacio; este momento
que nos ha tocado vivir y hay que dejar constancia de ello. Claro que sí.
Me
la paso alentando a las personas a publicar, porque definitivamente somos esos
cronistas de esta época, por eso además de agradecerle al maestro su
invitación, le quiero externar una felicitación por atreverse y hacerlo. Porque
los que nos regala en este libro son, sin duda alguna, instantes vividos,
emociones que se transmiten a través del poder, también inmaterial, que tiene y
es la palabra escrita y de su portento; si yo en algo creo es justamente en
eso, en el poder que tiene la palabra, que puede herir más o peor que un sable,
una espada katana o un puñal oxidado. Quizá por eso me dedico a esto de
escribir… pero también me dedico y antes que nada soy un lector, porque uno lee
emociones, sentimientos, lee esos mismos temas de los que ya habló Monterroso y
que son los que comenté al inicio de esta presentación: los mismos temas que
toca y ha tocado desde siempre la literatura. ¿Cuántas veces, por ejemplo, no
hemos visto repetida la historia de Romeo
y Julieta en el ir y venir de los años?, familias peleadas y dos que se
aman hasta la muerte… ¿cuántas veces no hemos visto la historia que narra
Vladimir Nabokov en su novela Lolita?,
miles de veces y la vida, la historia, las situaciones se repiten y parece que
su reino no tiene fin.
A
mí no me gusta, cuando me invitan a presentar un libro, desenmascarar su
misterio, porque esa labor la tiene que hacer el lector para que cierre el
círculo que, como circuito del habla, pone en comunicación a quien escribe con
quien lee, lo que sí me gusta hacer es invitar a ese posible lector a que se
adentre en las páginas de… en este caso… Poesía
para ingenuos (secretos de fe), que de entrada el título atrapa porque
quizá y, en el fondo, todos somos ingenuos (de alguna manera) o todos fuimos
ingenuos (también de alguna otra manera) y sin embargo todos, en otro momento
de la vida hemos necesitamos de un fragmento, un pedazo, de un poco de poesía,
poesía que vamos a encontrar en el interior de estas páginas y que hablará del
amor, de la añoranza, de los sentimientos, de la familia, quizá también de la
cotidianeidad y de cómo podemos romper con ella, de la ingenuidad, de la
añoranza, de otros tiempos, de mundos que son mi mismo mundo; el poemario habla
también de nuestro lobo interior porque Vale
decir: “Vale decir poesía y escribir en cada verso al agua abierta, en cada
rincón a los colectivos afiliados, en cada todos al lobo nuestro”; en este
poemario hay luz, hay mar y hay amor, hay tardes, y tardes de lluvia (que son
las que a mí me encantan aunque veo, con temor y remordimiento, que cada vez
son más escasas), hay mujer, pasión y mucha música, como cuando le preguntaron
a Paul Verlain si pudieran musicalizar sus poemas… y la respuesta de Paul
Verlain es maravillosa porque dijo: pensé que ya tenían música.
Poesía para ingenuos (secretos de fe) es
un poemario entrañable que lanza haces de luz a quien lo lee y lo ilumina como
si de un cenital estuviéramos hablando, son pequeñas astillas literarias como
las llama mi querido amigo, compadre y poeta colimense Ihovan Pineda, son astillas
literarias que se nos clavan en el corazón pero no para cercenar, sino para
aliviar la locura por ejemplo cuando dice: Locura:
El ímpetu que gobierna al loco, es la mano de Dios que da libertad de mirarle a
los ojos sin necesidad de morir.
O
este otro poema que se llama Perdón y
que encierra parte de esto que es la poesía y dice: Perdón, pido perdón por disfrutar un café bajo la protección de tu
alegría; son años difíciles para gobernar con poesía. Por eso me da gusto
que este libro salga ahora a la luz y que el maestro Julio César Verdugo
Lucero, en medio de estos días de mucha, demasiada tecnología, de sinrazón,
descontrol y desenfreno, incluso de violencia, de bala y de sangre, dedique un
poco de poesía a quien así la necesite.
Sin duda estas
pequeñas instantáneas encierran las pasiones humanas y no tenemos nada más
humano que la literatura, la poesía… para darnos a conocer, para mostrarnos tal
y como somos humanos, simple y sencillamente, humanos…