Monday, September 24, 2012


Él Nicolás Por José Agustín Hubieras visto a este cuate tan bravero (se llama Nicolás y es nosequé dÉL equipo de fútbol americano), apenas se subió al camión, ya estaba diciéndole a un cuate: —Óigame, infÉLiz, me cae de la patada que me usen de recargadera. ÉL pobre tipo éste pÉLó unos ojísimos y rapidito se metió más. Después, ÉL buen Nicolás se volvió, riendo, hacia nosotros. —Tarugo, ni se me había recargado. Palabra de honor que sentí re gacho: por nada dÉL mundo me gustaría estar frente al Nicolás y oír que me diga me cae de la patada que me usen de recargadera. Qué cuate. Pero ya estaba emboletado con estos gandallas y ni modo de echarme para atrás. Por otra parte, ÉL rÉLajo me atraía. Con nosotros también andaba un gordito bien vaciado, siempre trae un suéter dado al cuas y le dicen ÉL Tarólas o ÉL Prángana o ÉL Apestoso: todos los apodos le caen a todo dar. La verdad es que ya estaba sintiendo un poco de miedo. Tú sabes que no soy un charles atlas así y estos cuates bronquean a todo ÉL mundo. Me junté con ÉLlos porque había ido al estadio buscando al maestro Rodríguez Ceniceros, que según me pasaron ÉL tip, andaba echando lente para evitar las broncas. ÉL caso es que al pobre maestro le rajaron la cabeza y ni supo cómo (por ahí dijeron que quiso separar a unos y ni separó a nadie y nomás le colocaron un soberano guamazo), la cosa es que ya se lo habían llevado para echarle su alcoholito y todo eso. Ahí encontré a Rolando que venía con este Nicolás y con ÉL Tarólas. Me dijeron que jalara con ÉLlos, y sin saber ni por qué, jalé con ÉLlos. Había ido a buscar al maestro Rodríguez Ceniceros a ver si me daba una manita para ÉL examen (la verdad es que no me siento muy fuerte y quien quita y me truena), además, me dijeron que ÉL maestro me daría la manita, y si ya deveras no daba una, con un cien se arreglaba todo. Pero ahora, imagínate, ÉL maestro Rodríguez Ceniceros quedó con la cabeza ra¬jada y yo jalé con estos cuates. Desde un principio me olí que se armaría la pÉLotera y tuve ganas de jalar al Rolando para decirle que nos cortáramos, pero ÉL muy menso iba lambisconeando al Nicolás. Me repatea cuando se pone de barbero para quedar bien con alguien y nomás anda jorobando la borrega. Y este Nico¬lás (lo hubieras visto) se sentía a todo dar oyendo al otro tarugo dándole coba. Al poco rato se desocupó un asiento y que se abalanza ÉL Nicolás. Una señora, con niño y toda la cosa, ya mérito se sentaba y puso una carota cuando ÉL Nicolás le dio mate con ÉL asiento. ÉL infÉLiz sacó un cigarro y todavía le echó ÉL humo al chamaquito. ÉL pobre ha de haber sentido ho¬rrible porque ÉL Nicolás fuma DÉLicados. La seño, como quien no quiere la cosa, también se fue haciendo para atrás. La verdad es que me dio lástima pues casi creí que ÉL Nicolás le soltaría un descontón (es capaz, ÉL maldito), nada más sentí que ÉL corazoncito me pateaba como loco. Luego, que se suben unas chamacas y ÉL Tarólas empezó a molestarlas, diciéndonos: —Me cae gordo ir a Filosofía y Letras porque hay puras flacas. ¿Me oyeron? Puras flacas, bien flacas las canijas besuconas. Las chamacas se hacían las disimuladas viendo hacia la ventana, muy se¬rias, pero ÉL Tarólas no las iba a soltar tan fácil. —¿Qué pasó, mis reinas, vamos a un café existencialista? ÉL Nicolás agregó: —Aquí mi cuais, aunque mugrosón, toca la guitarra ÉLéctrica glimson. —Siempre cargo mi guitarra, hoy lolvidé, ni modo, ¿no? Pero pa´ que me crean les voy a cantar ÉL tuis de filosofía. ÉL Nicolás reforzó la ofensiva: —Van a oír lo que es bueno. Órale, tarugo, canta. Entonces que grita ÉL Tarólas: —¡A petición de las flacas aquí presentes ahí les va ÉL Filósofi tuis! Y que deveras empieza a berrear tarugadas, palabrita que no creí que se aventara. Las pobres chamacas se pusieron bien rojas, hicieron la parada y que se bajan (apuesto a que todavía ni llegaban a su esquina). Nicolás y ÉL Tarólas iban risa y risa y cuando alguien los miraba feo, ÉL Nicolás, echándole humo, decía: —Cómo traigo ganas de rajar hocicos. Casi llegando al centro vimos a unos huÉLguistas que ponían una ban¬dera rojinegra, canÉLones y toda la cosa, y lueguito nos dijo ÉL Nicolás: —Órale, bájense. Ya abajo le preguntamos qué le picaba. —Nada, manises, hace unos meses me contrataron los de MURO para rajar madres en una manifestación o algo así en CU y orita tengo ganas de bronquear a esos rojos. —¿Y por qué a ÉLlos? —pregunté. —Po´s porque los rojos, sepa la bola, pero yo soy muy católico. —Estás loco —dijimos. —Ni tanto, ni tanto, si son tres nomás, a poco me creen tan güey. Bue¬no, qué ¿se rajan? ÉL maldito Tarólas dijo mangos y ÉL Rolando también, y pues no me quedó más remedio que jalar parejo. Entonces, encabezados por ÉL Nicolás, caminamos muy sabrosos toda la cuadra hasta donde estaban los pinches huÉLguistas. ÉL Nicolás pasó frente a uno y echó un gargajote al suÉLo, pero ÉL otro ni se dio cuenta. Entonces, le dijo: —Conque de huÉLga, ¿no? ÉL obrero se le quedó viendo y que lo tira a loco. Eso le dio un corajazo al Nicolás, pues mascullando: —Ora verás rojo jijo —le colocó un chingaputamadrazo horrible. Los otros dos obreros se alebrestaron y tuvi¬mos que entrar al quite. Hubieras visto al Tarólas: con todo y lo panzón colocaba sus buenos mandarriazos. Yo me anduve haciendo tarugo, como quien no quiere la cosa, dando patadas aquí y allá hasta que, quién sabe cómo, me dieron un descontón horrible, y como buen menso que soy, me desmayé. Después, apenas y recuerdo que llegó la azuliza y que nos llevaron a la dÉLegación y que ÉL Nicolás le habló a un diputado y que nos dejaron ir. Pero lo que recuerdo muy bien, es que a los huÉLguistas les armaron un lío dÉL carajo por alborotadores y que a mí, ÉL Nicolás me decía: —Bien, manís, te portaste muy machito.

Para escribir...


Raymond Carver (1939-1988) Escribir un cuento Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento. Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad. Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse. Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la UNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo. Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar,. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello. Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores. Hace unos meses, en el New York Times Books Review John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos. Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas —Barthelme, por ejemplo— no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo. Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco. En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura. Tengo amigos que me cuentan que debe acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse. En un ensayo titulado Writing Short Stories, Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final: Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable. Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor. Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla. Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir. Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma ene l cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas. La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

Teatro


El Espejo 2 Emilio Carballido PERSONAJES ELLA EL ALGUIEN Sugerencia de recámara. Un saco en una silla, colgado. ÉL está en un sillón, languideciendo, envuelto en un cobertor. Entra ELLA. Trae un abrigo puesto, carga una maleta. ELLA. (Al público). Somos las víctimas eternas de los hombres, ésa es la verdad. Se nos engaña siempre, se nos miente. Se nos maltrata en las más diversas formas. Una sale de viaje, y al volver a su hogar puede tener muy dolorosas sorpresas. Por ejemplo, puede ocurrir esto. (Sale un momento, vuelve a entrar, muy decidida ya, y furiosa). EL la ve, con ojos de moribundo. ELLA lo fulmina con la mirada, suelta la maleta. EL. (Desfallecido). Mi vida, ya volviste. ELLA. Sí. ¿Te sorprende? EL. Hace ya una semana te esperaba. He estado muy enfermo. ¿Por qué tardaste tanto? ELLA. No trates de cambiar el tema. ¿Dime quién es esa mujer que tienes aquí en la casa? EL. ¿Mujer, aquí? ¿Dónde? ELLA. La acabo de ver cruzar, desbordando lujuria por los poros. De la sala corrió a la cocina cuando me vio. EL. Ah, es la criada que nos consiguieron. ELLA. Criada, ¿no? ¿Y pretendes que lo crea? EL. Pero si tiene más de setenta años. ELLA. A ti siempre te han gustado las mujeres maduras. (Se queda oyendo. Va de puntitas al otro lado). Y estoy oyendo que acá también… (Sale un momento, exclamación). Esto me faltaba. (Vuelve). ¡Otra! ¡Otra! Una mujer de blanco, aficionada a las drogas. Estaba preparando una jeringa. EL. ¡Pero si es la enfermera! ELLA. ¡Todos los vicios en esta casa, todos! Mira que cara tienes. Se nota bien lo que has hecho mientras no estuve. Suena un claxon fuera. EL. Te estoy diciendo que tuve tifoidea. ¡Tengo todavía! ELLA. (Recoge la maleta). Te doy una semana de plazo para deshacerte de tus concubinas y volver a la vida normal. Si yo vuelvo y tú sigues en esta vida, habrá sido el fin de todo. (Claxon, ELLA empieza a irse). EL. ¿Pero adónde vas? ELLA. Me regreso a Acapulco. Por fortuna, no se había ido el coche de mis amigos. (Sale). EL. ¡Te juro que soy inocente! (Sale casi arrastrándose, tras ella). ELLA vuelve. Sin maletas, sin abrigo, elegantísima y llena de joyas. ELLA. Somos victimas. Esto puede pasarle a cualquiera. Aunque hay otras mil cosas que sufrimos. La gente tiende a pensar mal de nosotras, no se por qué. Nadie tan mal pensado como los hombres. Una recibe a un señor para negocios o por razones muy justificadas, y la sorpresa de ver llegar repentinamente al esposo nos hace explicarnos con torpeza, y que algo perfectamente lógico y cierto suene a mentira. Ahora, por ejemplo, yo no tendría nada que ocultar. Recibí una visita, un señor que se encuentra aquí con la mayor corrección. Salió un momento, porque se manchó de anchoas el pantalón. (Saca una charolita con dos copas y bocadillos. La coloca en una mesita). Pero mi esposo es un ogro, tiene un genio infernal y violento, jamás oye razones, y lo más inocente le parece culpable. Por fortuna, salió de viaje. (Hacia el baño). Deja la mancha en paz y ven a tomar una copa. Me chocan los hombres tan cuidadosos. (Ruido fuera, portazo. Ella se altera). ¡No salgas, no te muevas! ¡Está llegando mi marido! ¡Escóndete donde puedas! ¡Envuélvete en la cortina de la regadera! ELLA corre por la habitación, como loca. Toma al fin algo que parece unlibro, lo abre, lee. Entra EL, con la maleta en la mano. EL. Amorcito, se descompuso el avión y tuvimos que regresar, fíjate qué contratiempo. ELLA. Qué barbaridad. (Con disgusto). Y no se cayó ni nada, ¿verdad? EL. No, cómo crees. ¿Qué hace despierta mi mujercita a estas horas? ELLA. ¿No lo estás viendo? Leo. EL. (La besa). Ah. (Extrañado). ¿Pero qué interés tiene leer un estuche? ELLA. ¡Nunca me compras libros interesantes! Leo lo que encuentro, qué quieres que haga. Otras mujeres tienen bibliotecas enteras, yo no. EL. Pero no te enojes, lee lo que quieras. (Se quita el saco, ve el otro que cuelga en la silla). Oye… ¿y este saco? ELLA. Pues es tuyo, de quién había de ser. El. ¿Mío? Yo nunca lo había visto. ELLA. Tienes tanta ropa que ni tú la conoces. EL. (Lo toma). Nunca me lo he puesto. ELLA. No, claro. Los compras para guardarlos, en cambio yo, te he pedido un abrigo nuevo y ¿qué me has dicho? Dilo, ¿qué me has dicho? EL se puso el saco que resulta gigantesco para él. EL. ¿Mío, dices? ¡Pero mira como me queda! ELLA. Te dije que no lo mandaras a la tintorería, ya te lo echaron a perder. Así pasó con el gris. EL. El gris encogió. ELLA. Y éste se alargó. Así hacen. Mañana voy a reclamarles. EL. Pues yo no me acuerdo de este saco. (Se lo quita. La ve). Estás muy arreglada. ¿Saliste? ELLA. A ninguna parte. ¿A dónde querías que fuera? EL. Para dejarme en el aeropuerto fuiste muy sencilla. Y en cambio ahora… ELLA. Es mi ropa de entrecasa, ¿qué tengo de especial? EL. ¿De entrecasa? (La examina). ELLA. ¿Qué querías? ¿Una bata de franela y un gorro de estambre? EL. No, pero… si no salimos, tú nunca estás así a estas horas. (Ve el reloj). Son las tres de la mañana. ELLA. Es tardísimo. Hay que acostarse ya. (EL va a salir). ¿Adónde vas? (Lo detiene). EL. Al baño. ELLA. ¡No vayas! ¿A qué vas? EL. Pues… tú sabes, a… limpiarme los dientes. ELLA. ¡No me dejes sola! (Lo detiene). Hay que dormirse ya. (Apasionada). Ven, precioso; ven, mi rey. ¿Quién lo quiere, dígame? Venga, mi amor, venga. EL. Ya voy, mi amor, pero espérame un segundo. ELLA. No quiero, no quiero. EL. Pero es un segundo, no seas caprichuda. ELLA. No, no vayas. No me dejes aquí, después del susto del avión. EL. Precisamente, después del susto del avión, déjame ir al baño. ELLA. ¡Siempre has de contrariarme! Ven conmigo al balcón, vamos a ver la noche. EL. (Impacientísimo). Luego vamos a ver la noche, caramba. Primero voy al baño. (Se deshace por la fuerza, va). ELLA. Es lo que yo decía. Insoportable y terco. (Espera nerviosa). EL vuelve. EL. Oye. ELLA. Qué. EL. Hay un hombre en el baño. ELLA. (Admirada) ¿En el baño? EL. En el baño. ELLA. Ah, sí. Es plomero. EL. Ah. (Va a salir). ¿Plomero a estas horas? ¿Cómo va a ser? ELLA. No empieces: cobra lo mismo que en el día. EL. Menos mal. (Se asoma al baño). Está muy bien vestido. ELLA. De todos modos cobra igual. EL. Y no trae herramientas. ELLA. ¿No? Qué curioso. Así ha de ser la plomería moderna. EL. (Ha empezado a sospechar). ¿Qué es lo que venía a arreglar? ELLA. …El lavabo. Estaba tapado. EL. ¿Y qué hace entonces envuelto en la cortina de la regadera? ELLA. Cada quién tiene sus sistema de trabajo, déjalo. EL. Mira, dime la verdad y no me engañes. Ese no es plomero, y este saco es de él. ¡Ycopas! Dos copas. Una, dos. ¿Quién es ese hombre? ¡Contéstame! ELLA. Está bien. Te diré la verdad. (Lloriquea). Eres tan duro y tan injusto conmigo. Eres tan arbitrario… EL.¡¿Quién es ese hombre?! ELLA. Es mi hermano. EL. (Se asombra). ¿Tu hermano? ELLA. Mi hermano. EL va al baño. Vuelve. EL. Ya le vi la cara. Ése no es Ernesto. ELLA. Claro que no es Ernesto. Éste es mi hermano Federico. EL. ¿Cuál hermano Federico? ELLA. ¡Todo quieres saber, todo preguntas! Yo no puedo saber tantas cosas. EL. Quiero saber cuál hermano es éste, que nunca lo he conocido. ELLA. Es un secreto de familia, no puedo contártelo. EL. Si no me explicas todo, va a suceder algo muy grave. ¿Es hijo de tu padre? ELLA. No. EL. ¿De tu madre? ELLA. No. EL. ¿Entonces? ELLA. ¡Es hijo de mis abuelos! EL. ¿Entonces cómo dices que es tu hermano? ELLA. Te digo que es un secreto de familia. EL. ¡Si no es hijo de tus padres. Entonces no es tu hermano! ELLA. ¡Es que yo no soy hija de mis padres! (Pausa). Ahora ya lo sabes, nunca debiste preguntar. EL. (No asimila del todo). No eres hija de tus padres… Ese hombre es hijo de tus abuelos… Tú eres su hermana… ¡¿Eres hija de tus abuelos?! ELLA. (Asiente con dolido rubor). EL. ¿Y por qué tus padres dicen ser tus padres? ELLA. Porque mis verdaderos padres… ya habían muerto cuando nací. EL. ¡Pero eso es horrible! (La abraza). ¡Me estás engañando! ¡No es posible! ¡Dime quién es ese hombre! ELLA. ¡Está bien, yo no quería herirte! ¡Ya que insistes, vas a saberlo, y ojalá no te arrepientas de haberlo sabido! ¡Es tu hijo! EL. ¡Mi hijo! (Corre a verlo. Regresa). EL. ¿Mi hijo? ¿Y quién es su madre? ELLA. (Patética) ¡La has olvidado! EL. ¡Es que ese hombre es mayor que yo! ELLA. Por eso olvidaste a su madre. EL. ¡Estás mintiendo, estás engañándome! Dime inmediatamente quién es. (Abre un cajón y saca una pistola). ELLA. Guarda esa pistola, que no hace falta. Vas a saberlo todo. Guárdala. Siéntate aquí. Óyeme con cuidado. (Lo ve con piedad). ¿Tú te acuerdas que estás en tratamiento con el médico? EL. Sí, ¿y qué? ¡Ése no es el médico! ELLA. Tú recuerdas que te están tratando el estómago. EL. ¡Claro! ¿Y qué? ELLA ¿No has pensado que podría no ser el estómago? EL. ¿Cómo? ELLA. Piensa bien. Por ejemplo, ¿no te parece raro que estás aquí, cuando saliste hoy mismo en el avión? EL. Pues no. Si se descompuso. ELLA. Se descompuso… O tal vez avisaron por radio que a bordo estaba alguien peligroso, alguien que no debía viajar… Y tal vez por eso regresaron. EL. ¿Y a qué viene todo eso? Yo lo que te pregunto… ELLA. ¡Ya sé! A eso voy. ¿Te parece muy elegante mi vestido de entrecasa? EL. Es elegante. ELLA. ¿Y crees que hay alguien en el baño? EL. ¡Hay alguien! ELLA. Mi vida, tienes que ser muy fuerte para resistir la verdad: ésta es mi bata de franela y en el baño no hay nadie. EL. ¡Cómo que no hay nadie! ELLA. ¡No te excites porque llamo al doctor! Asómate mejor, a ver si no ha desaparecido. Anda. EL la ve con desconfianza. Va a asomarse. ELLA esconde el saco del otro. EL vuelve. EL. ¡Ahí sigue! Enrollado en la cortina. ELLA. ¿Ves? ¿Cómo va a ser lógico? EL. Pero si yo me probé el… (Va a señalarlo.) ¿Dónde está ese saco? ELLA. Mi vida, pobrecito, no te probaste nada. Siéntate aquí, descansa. Voy a prepararte un té. Alguien pasa al fondo, totalmente envuelto en una cortina de baño. EL lo señala y ELLA le pregunta: ELLA. ¿Es que estás viendo cosas, mi amor? EL se desmaya. ELLA. Esto puede pasarle a cualquiera de nosotras. TELÓN

El equipo... (2-1)...


Viva doña Josefa Ortiz de Dolores (sic)


BajoFondo ¿Patriota? Alberto Llanes El yerro de Mario Anguiano en la celebración del grito de independencia, ante un número incontable de colimenses, se inscribe en la historia de las pifias famosas de los políticos, muy de moda últimamente y que Fox fuera punta de lanza en ello. Al parecer el PRI va a la cabeza (últimamente) o, por lo menos, esos yerros que han cometido quienes pertenecen a sus filas han sido de los más notorios. Peña Nieto confundió a Carlos Fuentes con Enrique Krauze en un funesto error que se volvió trending topic en las redes sociales (y no ha sido el único que ha cometido nuestro flamante presidente electo de la república), todos comentaban el hecho y ese día de error tras error, estoy seguro, no querrá volverlo a vivir; el entonces candidato a ser candidato del PAN para postularse a la presidencia de la república Ernesto Cordero, se autogoleó al quererse ver muy intelectual (tras el yerro de Peña Nieto en la FIL de Guadalajara) y al intentar salir avante y ser el mero chingón se hundió más al confundir a Laura Restrepo con Isabel Restrepo, craso error. El típico caso de quien tenía la portería sin guardameta, soltó el disparo y el gol cayó en su portería en una suerte de boomerang extraño y sin “fuera abajo” y terminó golpeado y autogoleado y mucho más ridículo que el anterior; su excusa, “es que era muy temprano”, dijo, “cuando me hicieron la pregunta”, acotó. Sin embargo, el yerro de Mario Anguiano Moreno fue todavía más ridículo (y es que cuál yerro no lo es), salvo que Mario Anguiano, previo a la citada celebración (y no sólo él, sino todos los gobernadores y para no regar el tepache) llevan en un papel anotados los nombres de todos los héroes que liberaron a este país del yugo español. Y sin embargo, ¿equivocarse con o por algo que está leyendo?, entonces quiere decir que el error fue de origen, ¿qué clase de “asesores” tiene el gobernador?, ¿existen?, ¿hacen, de pura casualidad, su trabajo? Claro, no pasa nada, es un error más. Por ahí, en una red social de moda decían que se dejara de criticar al gobernador, que sí, se había equivocado, pero todos en algún momento nos podemos equivocar, todos somos humanos y podemos equivocarnos, no estamos exentos de ello. La causa viene cuando el error se da en un partido que acaba de ganar la presidencia de república mexicana en unas condiciones no muy favorables, no muy claras, no muy blancas; el yerro se da en un supuesto nuevo PRI, supuesto “nuevo” PRI que está en pro de la cultura de los valores, de la educación, de la preparación y del respeto a la sociedad. Colima me late de corazón, es su falso eslogan. Y es un PRI que, en lo local, también no se ha visto nada bien y no hay cómo quitarlos del poder, porque siempre quieren más y hasta de rectores se hacen en sus filas. Confundir a doña Josefa Ortiz de Domínguez con la famosa Josefa Ortiz de Dolores va a quedar ahí. Como un yerro más, como una confusión de una persona que ni siquiera eso sabe hacer bien, su trabajo. Antes no la confundió con doña Josefa Ortiz de Pinedo para que nos quede bien en claro de dónde viene la pedrada. De Televisa. Pero entonces, ese yerro demuestra que una persona no se preparó para ese evento, sí, nos podemos confundir, nos puede suceder, claro, somos humanos y no estamos exentos de errores, pero si vamos a participar en un evento de ese tamaño, en donde nos tenemos que dirigir al pueblo colimense, al pueblo de México; el sentido común nos debe decir que nos preparemos, que, por lo menos, leamos con atención el papel que nuestra gente nos escribe para, al momento de decir los nombres de los personajes inscritos no regalarla y, si por el contrario, ellos, nuestro equipo de trabajo fueron los que se equivocaron, hacer una limpia o reprimenda si no qué clase de respeto le damos a la sociedad y a la gente que murió por y para reventar las cadenas de la esclavitud (abolir la esclavitud). O por lo menos agarramos una monografía (si nuestro equipo de trabajo la regó) y le damos una leída para no caer en el error. Bueno, eso haría yo si fuera gobernador, pero cada quien hace su trabajo de acuerdo a sus posibilidades y a la pasión que le inyecte diario, a su actividad. No es la primera vez que Mario Anguiano Moreno da un grito, ¿ponerse nervioso?, creo que esto ya lo tuvo que haber superado. ¿Un mal momento?, sin duda que lo fue. Sin embargo, este hecho quedará ahí, para la burla, la broma, el chascarrillo de todas las personas que visitamos las redes sociales, donde, por fortuna, todavía no hay una ley que nos prohíba reírnos de este y otros hechos o errores.

En la pura concentración...


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