Friday, March 06, 2009

Zanaterio

Zanaterio


Alberto Llanes


Eso que ahí se ve. Ese montoncito de tierra es donde está, desde hace un día, enterrado el zanate en nuestro jardín. Es 31 de enero.
Lo encontré moribundo en la cochera de nuestra casa. Cuando lo recogí, aún no estaba tieso, el rigor mortis le vino después, cuando lo metí al hoyo. Mi mujer (Alejandra Eme) me pidió de favor que le diéramos sepultura en el pequeño jardín de la casa.
─Yo no levanto animales, y menos muertos ─le dije─, no sé…, no me gusta eso de agarrarlos, y mucho menos, enterrarlos.
─Déjalo, yo lo hago.
Saqué unos instrumentos pequeños que tenemos para arreglar el jardín, e hice una pequeña, muy pequeñita fosa para el pobre animal. El zanate resultó muy grande y muy negro; tanto, que hasta las plumas le azuleaban cuando le daba el sol en pleno.
No voy a poder olvidar, en mucho tiempo, la mirada agonizante que me echó el animal cuando lo vi una vez que regresaba de la tienda.
Su ojo como pidiendo auxilio. Mirada penetrante, pupila dilatada y el contorno completamente amarillento. Incluso, pudo sentir mis pasos, porque cuando lo descubrí pataleando para jalar vida, al lado del auto que maneja mi mujer, sentí su mirada suplicante, asfixiante como presintiendo su salvación o su muerte definitiva.
En ese preciso momento dejó de patalear. Estaba tirado bajo los matutinos rayos del sol, que le daban pleno en su pajaridad (es decir, humanidad de pájaro). Se encontraba cargado a su lado derecho, con las patas arriba luchando por su vida. Y ese pequeño ojo amarillo que me vio por primera vez y que no dejó de clavarme su angustia o desesperación, en todo ese tiempo.
Lo descubrí azorado. Me di cuenta de que la cuenca de su pequeño ojo me seguía para donde me moviera, así fuera un movimiento leve, casi imperceptible, o de plano un movimiento brusco.
El zanate agonizaba y yo no hacía otra cosa sino verlo ahí, tirado patas arriba en la cochera de nuestra casa, sufriendo.
Recogí mi bolsa de celofán que había puesto en el suelo antes de ponerme a observar detenidamente la agonía del zanate, y seguí mi camino al interior de nuestro hogar.
Abrí la puerta y me introduje. Con lo que traía en la bolsa me puse a preparar el desayuno, pensando en la agonía del zanate. Pero sobre todo, en el pequeño ojo amarillo que no dejaba de observarme, y que en los huevos con jamón que preparé esa mañana de enero, se me figuraba sentir la mirada del pertrecho animal.

***

Salimos a la cochera mi mujer y yo, y ahí estaba. Ya muerto. Los ojos los tenía completamente abiertos. Su mirada amarilla seguía clavada en mí. Es cierto, no lo salvé, dejé que se muriera pero… ¿qué podría hacer de todos modos si de pájaros no sé ni jota? Abandoné al zanate ahí, en la cochera, al lado del auto que maneja mi mujer. Tomé una escoba y un recogedor, y como si el zanate fuera una pequeña basura lo levanté de su lecho de muerte.
El pico muy largo, negro y puntiagudo. Las plumas largas y de un negro profundo.
─Los zanates son como cuervos pequeños ─me dijo Alejandra─. Se pelean entre ellos y son algo parecidos físicamente.
Y era verdad. Viéndolo bien, el pequeño bribón era un cuervo en pequeño, y su maldito ojo que no dejaba de tener su vista, aun ya muerto, clavada en mí.
Apenas cupo en el recogedor. Ya mencioné que el animal aun no estaba tieso cuando lo levanté, así que todo fue fácil, pues nada más utilicé las manos para maniobrar los instrumentos, y no para tocar al animal fallecido.
Cuando el cadáver quedó en el recogedor, la cabecita del pájaro estaba salida del mismo, así que me apresuré a levantarlo y llevarlo a donde sería su nuevo hogar, el pequeño jardín de nuestra casa. Esa fue la única vez que dejé de sentir aquella mirada amarilla del ave acusándome de su repentina muerte.




***

Alejandra me acompañó en el ritual del entierro del pájaro. Efectivamente, la fosa que había cavado era más pequeña que el animal. Eso sí, tenía buena profundidad, por lo cual no quise cavar más. Arrodillados frente a la diminuta tumba, me dispuse a colocar a la avecilla, y que de una vez por todas dejara de clavarme esa incómoda mirada amarilla. Mirada amarillo fúnebre.
Colocamos Ale y yo al animal en su reducido espacio. Aun ahí desconocía y desconocí la causa de su muerte, y el porqué de irse a morir en la cochera. No le vi, en todo el cuerpecillo rastro de sangre, o algo que delatara su estado actual. Ale dedujo que podría haber estado enfermo y murió muy ahí, al pie del coche.
La pequeña tumba parecía de juguete. Era como estar jugando a ser Dios y que el ave estuviera a mi cargo y su destino final también. En cierta forma me sentía culpable de que el pequeño cuervo hubiera fallecido ahí y no hubiera hecho nada al respecto para regresarlo a la vida.
Ya me pasó en una ocasión con un ratón. Pero a ese sí lo maté. Murió ahogado en la pileta de esta misma casa. Tampoco voy a poder olvidar su rictus, una vez que le quité de su ratunidad (es decir, humanidad de rata) el par de escobas con que lo sumergí hasta el fondo de la pila de agua por espacio de 20 minutos.
Una vez dentro de la fosa, me dispuse a colocar la tierra. Mi mujer me dijo que le arrancara cuatro plumas porque quizá las podría utilizar para algo, no me dijo para qué. Entonces, con la miradilla amarillo fúnebre del ave que seguía clavada totalmente en mi humanidad, me dispuse a hacer lo que Alejandra me pidió.
Como no tuve el valor de hacerlo, mi mujer me dijo que con la misma pala con que había hecho la fosa, detuviera al animal para que ella jalara cada una de las plumas que necesitaba para quién sabe qué ocurrencia de mujer.
A cada jalón sentía que el pobre pájaro, con la mirada amarilla, me pedía, me suplicaba que dejara de torturarlo y su cuerpo descansara en paz.
Con las cuatro plumas en nuestro poder, por fin eché tierra de por medio, y el animal quedó ahí. Enterrado en el pequeño jardín de nuestra casa.

***

Esa noche, antes de dormir, mi último pensamiento fue para el pobre zanate (tipo cuervo), de mirada amarillo fúnebre que Ale y yo habíamos dado sepultura en una fosa muy pequeña para el largo de su cuerpo.
Fue ahí cuando comenzó mi suplicio. Una terrible pesadilla me despertó a media madrugada. Soñaba que una parvada de cuervos, disfrazados de zanate, con plumas negro-azuláceas, ojos amarillentos (fúnebre) y pico largo y puntiagudo me sacaban los ojos de su cuenca, me carcomían la lengua y mis partes nobles las picoteaban, arrancaban y devoraban con fruición. Alejandra estaba a mi lado y sufría algo similar, los cuervos (disfrazados de zanate), le quitaban poco a poco la piel, se la arrancaban como ella le arrancó las plumas al ave de mirada amarillo muerte. Eso fue lo último que vi antes de quedar ciego completamente… y desperté.
Otra noche sentí los aletazos de varias aves mientras dormía. Estaban por todos lados, revoloteaban a mi alrededor y eran miles. Todas con la mirada amarillo clavada en mí. Se disponían a atacarme… Cuando desperté, una pluma negra yacía entre Alejandra y yo en medio de la cama.
Así pasaron seis meses. No podía dormir por las noches y el remordimiento de la penetrante mirada amarilla clavada en mí no se borraba, al contrario. Mi mujer me dijo que a ella le pasaba lo mismo, y que cuando estaba sola en la casa, oía que en la puerta que da al jardín, a la tumba del animal, se oía, a eso del mediodía, como que se estrellaba algo que parecía un ave cuando choca contra los cristales. Se asomaba y sin embargo no había nada ni nadie, solo una pluma negra volando por ahí.
Las plumas se extendieron entonces por toda la casa. Pensamos que posiblemente eran las que le habíamos arrancado al animal cuando lo enterramos, y que tal vez el viento las hubiera echado a volar, pero al revisar la repisa donde Alejandra las había dejado, junto a un cofre que compramos en Chiapas durante nuestro viaje de bodas, nos dimos cuenta que las cuatro plumas estaba ahí, quietas, inamovibles.
Abrimos también el cofre y estaba lleno de plumas que salían de quién sabe donde. Por todos lados que fuéramos nos encontrábamos por lo menos una pluma negra.
En un momento de exasperación, mi mujer me dijo que exhumara los restos del animal y los sacara del jardín, porque definitivamente, así no podíamos vivir, con la sombra del caudillo en nuestro patio trasero. Y la maldición del pájaro negro enterrado ahí, en la casa.
Así que, aquí estoy.

***

Eso que se ve ahí. Ese montoncito de tierra es donde está enterrado el zanate, en nuestro jardín. Es 31 de junio.
Me dispongo a quitar la tierra. Quizá halle las puras plumas, y a la mejor el pequeño esqueleto. Desconozco cuánto tiempo pueda pasar para que un ave enterrada desaparezca para siempre y se confunda con la tierra.
Mi mujer me acompaña en el desentierro. Me valgo de la misma micro pala con que solíamos arreglar el jardín, que hace seis meses ni siquiera riego yo. Sigo removiendo tierra y no veo pista del animal enterrado justamente ahí, cómo lo podría olvidar, en el mismo sitio donde quedó.
Quizá se haya exterminado por completo. Sin embargo, con la pala remuevo más tierra y ahí están, del animal sólo quedan cuatro plumas de un negro intenso-tirándole (cuando le pegan los rayos del sol) a azul, y sí, dos pequeños ojos color amarillo muerte, amarillo fúnebre, que aún después de muerto y, luego de tanto tiempo, me siguen mirando intensamente a mí, como suplicando...

2 comments:

deivid said...

ya ves, wey, por enterrar el pájaro así nomás? jajajajaja!

Bernardo Araujo said...

ya se oublico tu cuento... está saliendo bien ese asunto sigue pasando la voz... saludos

¿Qué es lo primero que levantas del suelo después de un terremoto?

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