Friday, September 15, 2006

Relatrato de la piedra de Juluapan

Relatrato de la piedra de Juluapan


Alberto Llanes


/a/
Subir a la cima de la piedra de Juluapan está cabrón. Máxime si el tiro del pantalón te queda flojo, porque estorba para subir y mover las piernas a tu antojo. También está el caso de que te lleves puesta una camisa negra. Pero hay otro menoscabo o pretexto para afirmar que la subida a todo lo alto de la piedra está muy cabrona: la falta de condición física. Y yo le agregaría una más, el fantasma del indio Vicente Alonso, que no deja que uno avance a paso veloz y nos pone piedrecitas sueltas a cada paso que vamos dando. También están los abedules, que si uno los llega a tocar sin el cuidado necesario, o si uno pone la mano en la parte ofensiva, puede uno terminar todo ajuatado. Pero aún así, con todos los pros en mi contra. Contra todas las expectativas. Llegué a lo mero alto de la piedra de Juluapan. Ahí donde el aire no se anda con chingaderas y te pega de lleno en la cara, y la melena vuela, y te sientes libre, y el silencio es total y quieres sentirte como ave y volar…volar…volar… pero es el lugar también donde un descuido te puede aventar y caer… caer… perpetuamente.
Ese viaje a la piedra de Juluapan hubiera estado bien haberlo realizado algunos días atrás.
(maldito el que crea que esto es un relato o un retrato).
Y es que hace unos días me urgía una panóramica (en foto o video) de la imponente piedra de Juluapan. Sólo que ahora, con el trabajo que me dio (en lo personal) subir a la mera cima, veré la forma de sacar esa fotografía, mostrarla para incitar a otros intrépidos a subir, y que descubran con ojos propios la majestuosidad de las tierras que pisaba el indio Vicente Alonso.
Cuando uno empieza la ascensión no hay bronca. Uno está alegre, contento y descansado, sobre todo eso, descansado. Entonces uno va agarrando brecha, y comienza tras… tras… tras… pian pianito, sube que sube. Y el grupo (si es que uno va en grupo) se ve bien chingón. Todos en fila india. Algunos van riendo, los demás cantando y el resto (donde me incluyo yo) vamos calladitos, sin decir ni puta madre para no gastar las energías (que por lo que voy viendo, van a ser bien necesarias para el final). Y allá va uno con las ganas y con la idea de tomarse la foto. Sube aquí, sube allá. Y la energía a todo lo que da. Y es que es domingo por la mañana, y Rafa Mesina, Víctor Gil, su esposa y sus hijos, Sergio, Rosalba, Marisa, Memo, Toño y yo allá vamos, subiendo la cuesta para llegar a todo lo alto. Ahí, donde las águilas tienen su nido. Y que no se diga que le voy al América, sino al Toluca.
No hemos subido ni cien metros, cuando siento que los zapatos que llevo no son los mejores para escaladas como ésta. De joven narrador a inexperto explorador prefiero mil veces lo primero. Eso sí, no llevaba equipo scout pero sí equipo de escritor, y es que un bonche de hojas descansaba en mi bolsillo trasero derecho y la pluma-fuente, iba bien atorada en la camisa por dentro. ¿Y eso para qué me iba a servir al escalar la montaña?, ni para escribir al momento esta crónica, porque terminé verdaderamente fulminado. En fin.
Allá va uno sube que sube, sude que sude, y ni siquiera íbamos a la mitad. La fila india pronto fue un despojo de humanos que se iban quedando al paso. Yo no corrí con mejor suerte, también me quedé pero un poco más adelante. Conforme uno subía los colegas del paseo iban quedando atrás o adelante, según. Uno pasaba a su lado e intercambiaba (en mi caso), frases brevísimas por aquello de seguir guardando energías para el momento en que se debía sacar el pundonor y mostrar verdaderamente de qué está hecho uno.
Seguimos pues marcha arriba. O cuesta arriba. O cuesta-trabajo. Y eso que apenas, como decía Rafa, íbamos empezando. Chin. Faltaba todavía lo peor –decía-. Durante el trayecto creí pertinente sacar mi cámara para ir tomando testimonio de la escalada marca: can-sa-da, que estamos haciendo. Así mataba dos pájaros de un tiro (y sin escopeta), por un lado tomaba el testimonio de que en verdad iba en busca de la piedra de Juluapan, y por el otro, me hacía güey haciendo como que estaba tomando video y aprovechaba el momento para descansar.
Así que unas cuantas tomas por aquí, otras por allá servían de pretexto ideal para tomar aire, jalarlo de donde se pudiera, de donde se dejara. Y es que cuando uno fuma como desesperado ese tipo de trabajos (paseos en este caso), en vez de convertirse en paseos de excursión se vuelven verdaderas mandas al dios “Ux” de la piedra. Y lo que uno menos quiere en momentos como ése, de falta de aire, es que alguien del grupo nos vea todo jodido y nos suelte un <¿Otro cigarrito?>, claro que uno va a decir siempre que sí, por orgullo o por pura mamada, pero uno siempre contesta que sí, claro, respirando hasta por los codos y en un doble esfuerzo físico que los demás, por supuesto no van haciendo.
Llegamos hasta una pileta vacía que llamó mi atención, (luego me llamarían la atención otras cosas), como piedras en forma de cabeza (en hueso óseo) de dinosaurios y cosas así, pero primero fue esa pileta vacía, que pensé que no estaría de más llevarme de referencia testimonial con un paneo y close-up en la cámara. A decir de Moy, en los tiempos de tata Alonso, esa pileta muy probablemente fue un receptáculo acuífero, para abrevar tanto animales, como personas.
Entonces uno empieza a recrear en su mente al legendario indio Vicente Alonso y no le queda a uno más que decir . Y empieza uno a teorizar. El cansancio lo pone a uno a pensar en chingadera y media. Y entonces se le ocurre a uno la idea de que, <”Imposible, imposible era que los federales de aquellos tiempos (si tenían mi condición física), pudieran dar con la guarida del indio Vicente Alonso”>.
Pero hay que seguir adelante porque Rafa y los demás llevan buen paso y yo, yo tengo la camisa negra…


/b/
Seguimos entonces la ascensión al monte (pareciera que al Gólgota pero no, monte Juluapan). La brecha indicaba que tiempo atrás, alguien la había abierto y estaba ahí, enseñándonos el camino a seguir, como en el “Mago de oz”. Delante de mí iba Moy y detrás no veía a nadie. Oía voces pero las siluetas se perdían en todo ese terreno boscoso. Pienso entonces que falta poco para llegar, porque el grupo se va desintegrando. Sin embargo, en un rato Rafa Mesina me quita la idea de la cabeza con un grito que dice que no vamos ni a la mitad. Llegamos entonces a un sitio donde la brecha se ensancha y el campo es plano, ideal para acampar. Se nota incluso algo de carbón en el suelo, señal de una antigua fogata y las tripas le empiezan a llorar a uno, añorando una carnita bien asada con unas cervecitas y viendo un partido de la selección mexicana en Alemania 2006.
El cabello empieza a quererse soltar del chongo. Hasta ahí con un trago de agua bastará para proseguir el camino hasta la cima. La camisa tiene la marca del sudor a la mitad. Hago la pregunta inevitable en situaciones semejantes, y Rafa presto me la contesta. . . Me siento en una piedra mientras llega el resto del grupo. Algunos tienen ganas de quedarse ahí y no moverse más, no subir más allá. La verdad yo también quiero quedarme, pero en eso me sale lo machito cuando Moy me dice: . Asu… esas son las comparaciones que lo lastiman a uno, como dijera Jaime Sabines. No sé si Ramona fumara o no, pero yo estaba hasta la madre de cansado. Agarré entonces una burrita que encontré por ahí. Hice ánimos de subir más allá de lo evidente. Agarré valor quien sabe de dónde. Y me dije . Sólo que se me olvidó que Ramona tenía en ese entonces dieciséis años y muy posiblemente no tenía ningún vicio. Yo al contrario tengo veintiocho años y no bajo de las dos cajetillas de cigarro diarias. Así que jalé otra vez aire como pude y de donde pude. Saqué la cámara y a seguir grabando, o descansando para grabar o grabar para seguir descansando. Lo mismo da.
Delante de mí en esta ocasión se apoltronó Sergio. De Moy, sus chavos, Memo, Toño y Rafa, ni sus luces, volaron. ¿O se transformarían –como dicen que hacía el indio-, en alguna ave para llegar más aprisa a la cima? Yo me fui rezagando poco a poco. Si ya Ana Guevara llegó tercera, que no llegue yo colero –pensé-. Tomas por aquí y por allá no caían nada mal para ir viendo el paisaje, la flora y la fauna del lugar, la tierra del indio Alonso, y claro, para llevármela tranquila, para descansar, limpiarme el sudor y lanzar una que otra mentada de madre.
Al frente mío llegó un momento que no iba nadie. Detrás de mí tampoco. Oía las voces de los de adelante pero no los distinguía. El camino estaba flojo lo que hacía difícil su ascenso. A veces a uno le falta tomar aire fresco, ese era el momento ideal. De pronto las voces del grupo puntero (por decirle de algún modo) se oían arriba, y yo seguía abajo y con la camisa negra. ¿Cómo subieron… por dónde? Caray, me había extraviado. La brecha ya no estaba muy marcada y se empezaba a perder. Oí a lo lejos y en lo alto a Moy gritar , y me di cuenta entonces de que me había ido por el sendero equivocado. Regresé por media vuelta. Me topé entonces con Marisa, la hermana de Rafa Mesina y me dijo: <¿Te perdiste?>, -contesté-. Me indicó entonces el camino correcto y esa brecha fue entonces la que nos iba diciendo Rafa que era un poco más empinada que las anteriores. O sea, esa era la verdadera parte difícil del camino. Eso sí, era una verdadera zona de derrumbes. Pensé que un caballo ahí no podía pasar, Cómo chingaos le hacía entonces el indio Alonso para subir y bajar a su antojo. Recordé que decían que era chamán y que podía adoptar la forma de cualquier animal. ¿Sería cierto? He ahí que lo que para mí era difícil, para el indio era fácil.
A esas alturas (tanto de altitud como de altivez), ya no pensaba en el tesoro que dicen escondió el indio Vicente en una cueva. Lo que me interesaba era llegar a la puta piedra, tomar agua y descansar, porque la bajada iba a estar criminal. Lo presentía. Seguí en subida. Por un momento pasó por mi mente quedarme ahí, donde fuera. Por fin volví a oír voces conocidas del resto del grupo puntero. Me senté en una roca. Sentía que las piernas se me iban aflojando a cada paso que daba. Los zapatos. El calor. La camisa negra. El tiro del pantalón. Todo me estorbaba. Hasta la chingada cámara que llevaba era un estorbo. La camisa estaba prácticamente empapada de sudor. Me la quité para seguir un tramo así, a rais. Me vi la panza y automáticamente pensé en dos cosas. -dije-, . Pero la chela es otro vicio muy difícil de dejar. Alcancé otrora vez al grupo puntero. No por mi experiencia en la escalada de montes, ni por ser el expedicionario del año; más bien porque estaban haciendo un descanso para seguir cuesta arriba. A mí me había costado sí… pero trabajo llegar hasta ahí. Pensé entonces que si hubiera vivido en tiempos del indio Alonso y hubiera formado parte de su cuadrilla, y me hubiera pedido de favor que bajara por agua o por cigarrillos o por lo que fuera cuantas veces a su antojo, lo hubiera mandado literalmente a la chingada aunque me metiera un plomazo por subversivo.


/c/
La pendiente se hacía de verdad pendiente. Lo único que no podía hacer a estas alturas, que no estaba permitido que hiciera a tales alturas, sería botar la toalla, que por otro parte no llevaba. Carajo. Quería a fuerza una foto de piedra de Juluapan. No dudo que almas caritativas del grupo con el que iba la hubieran podido tomar. Sólo bastaba con que les pasara mi cámara, les dijera que no podía más y que me hicieran el favor de ir a la chingada piedra y tomaran una diapositiva interesante. Pero ni modo de quedarme ahí hasta que volvieran a bajar. ¿Qué iba a hacer en todo ese tiempo?, ¿descansar?, jajaja. Aunque colero tenía que llegar. Me acordé de las obras de teatro que escribió otro Vicente, éste de apellido Leñero “Los perdedores” y me dije que no podía ser un personaje de esos. Así que con la burra en la mano fui escalando poco a poco, más por orgullo que con fuerza. ¿Cuántas veces subiría el mismísimo indio Vicente Alonso esta montaña? ¡Pinche indio, mis respetos, me cae! Completamente solo opté por ponerme de nueva cuenta la camisa negra porque el sol requemaba muy cabrón. El terreno empezó a complicarse cada vez más ¿Venía alguien detrás de mí?, no lo sabía. No se oía nada ni veía nada. Ni pasos, ni pisadas, ni mentadas, ni reclamos, ni pujidos de esfuerzo físico, ni aleluyas o alabanzas a Dios, nada, me cae. Bueno, ni siquiera una reclamación al pinche indio Alonso por tanto valor de subir la montaña a su antojo. Llamó mi atención en ese momento una botella de Sprite de dos litros metida en un árbol. Pensé que a como diera lugar queremos dejar huella al lugar al que vamos, pero con basura no le veía mucho el caso. Un bote de jugo también llamó mi atención, su sabor no se alcanzaba a distinguir a la distancia, porque la intemperie y el tiempo, habían arruinado completamente el color del bote en su totalidad, pero alcancé a leer que era de la marca: Jumex.
De pronto me sentí un personaje de Daniel Defoe. Un Robinson Crusoe, sólo que en lugar de isla, yo estaba perdido en una montaña. Cansado hasta la madre y con la idea, aún fija de bajar de ahí con una foto de la piedra de Juluapan, proseguí la travesía. A veces pensaba que no tenía necesidad de estar en esa situación. Pero era cierto, había también que hacer a veces, algo de ejercicio y sudar la gota gorda. También dudé de la grandeza de la piedra, pensé que al llegar a la cima lo más humillante sería encontrarme con una méndiga piedrecita que bien podía caber en mi zapato y molestarme a cada paso que daba. Pero no, alguien me dijo que me iba a impresionar al llegar a la cima.
También estaba el orgullo y las palabras de Moy resonando a cada paso: . Seguí pues la marcha. La vegetación no la voy a describir completamente porque no la observé con detenimiento. Eso sí, la presencia de chachalacas (a decir de los demás del grupo), era notoria. Entonaban un canto dulcísimo, como sólo ellas lo saben hacer.
De pronto vi a Rafa que venía cuesta abajo gritando el nombre de Marisa, de Laura. A ojo de buen cubero, y a oído también, no se veía nada ni se oía a nadie. Entonces me dijo: y continuó su marcha. Me acerqué a donde había dejado su mochila, ¿cómo podía llevar todavía cargamento y tener aún energías para bajar en busca de alguien más? Al poco tiempo estaba de regreso. Le pedí un poco de agua porque la deshidratación estaba gruesa. Me extendió una garrafa. Me dijo que estábamos a punto de llegar. Yo lo que quería era llegar sí, pero a mi casa y que me pusieran compresas de hielo en las piernas porque prácticamente no las sentía. Caminé cincuenta metros más, a decir verdad no sé si cincuenta o pocos más, eso no importa, el caso es que llegamos por la parte de atrás de la piedra, los demás habían dejado sus cosas en un paraje muy agradable y sombreado junto con las burras, aventé entonces mi burra por ahí. Rafa me dijo que subiera para que viera el paisaje. Me aventé otra escaladita más. El paisaje era hermoso, tomé la cámara y empecé a hacer el trabajo por el cual iba, sacar imágenes. Colima se veía a lo lejos, los coches se veían literalmente como escarabajos. El megapalenque de la villa era como un pequeño montículo de pitcher. El aire fresco daba pleno en el rostro. <¿Qué tal la vista?>, -me preguntó Rafa-. <¿Verdad que vale la pena la subida?>. Sí, vale la pena la cansadota, la subidota, el calor, todo vale la pena cuando te das cuenta cuán pequeños somos, cuán grande es todo eso. A decir del propio Rafa estábamos como a poco más de mil 200 metros. Me sentía en tierra de gigantes.
Le dimos la vuelta a la piedra, que debo aclararlo es enorme. Perdí de vista a Rafa y desde lo alto (ya en la piedra él), me gritó que porqué no subía. Al principio no quería. Dudé. Más bien no podía, las piernas ya no me respondían y aún faltaba la bajada. Pero después que Rafa me dijo que aún valía mucho más la pena esa panorámica. Puse un pie en la roca. Un murciélago pasó rozando mi cabellera. Saqué mi cámara para grabarlo, pero el murciélago no me iba a esperar todo el tiempo, se fue. Puse el segundo pie. Fui pisando por donde me indicaba desde lo alto Rafa. Escalé. Llegué a la cima y en efecto, valía la pena, todo valía la pena, la cansada, la sudada, el ejercicio que hacía falta. La panorámica desde esa perspectiva bien valía la pena. El aire me movía porque las piernas las tenía tembleques. Un putazo a esa altura y no vives para contarlo. Iba colero dentro del grupo y llegué segundo a la cima. Ahí verifiqué que los últimos, serán, sino los primeros, tal vez los segundos. El espectáculo bien valía que me gastara todo un disco compacto en fotos, video y demás. Colima se veía… a lo lejos.
Rafa dice que desde la Madero se alcanza a ver la piedra de Juluapan, que todas esas calles llevan a esa dirección. De ahora en adelante me fijaré y seré un observador a distancia de la piedra de Juluapan. Quizá en otra ocasión vuelva a tener el atrevimiento de subir. Para esa ocasión iré bien preparado.
Una cruz en la piedra llamó y llama la atención a toda la gente que logramos llegar a la cima, sentarnos un rato en la piedra: Moy, sus hijos, Sergio, Marisa, Laura, Toño, Memo, Rafa y yo. La foto del recuerdo ahí está. No seré un escalador profesional pero llegué. Llegamos. Al final todo vale la pena. La historia, el convivo, las andanzas, la leyenda, el indio Vicente Alonso. Los amigos… y las cervezas que nos esperan frías, en una hielera azul.

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