Wednesday, March 09, 2011

Tomado del Blog del maestro Vega.


Por Guillermo Vega Zaragoza


Para Kenny y Anette.


Ese sábado se levantó hasta tarde. No se bañó ni se rasuró y se dedicó a ver películas en la televisión. Las cajas de pizza y los botes vacíos de cerveza se arremolinaban a un lado de la cama. Hasta que a eso de las siete de la noche sonó el teléfono. Dejó que contestara la grabadora. Reconoció la voz de Verónica: "No te hagas, ya sé que estás ahí. Arréglate y lánzate a la casa. Por ahí te traes una botella de ron y unos hielos, porque creo que no va a alcanzar. Apúrate. Te esperamos mi prima y yo". Entonces se acordó de la fiesta de cumpleaños de su mejor amiga. Se le había olvidado porque desde el principio no tuvo intención alguna de asistir. Tenía buenas razones, por lo menos para él.

—¿Ya ves cómo eres? —le había insistido Verónica—. Sí, es cierto, la invité, pero por puro compromiso. Después de todo sigue siendo mi jefa. Es más, a lo mejor ni va, ándale.
—No, no es por ella. Sabes que ya no me importa.
—¿Entonces?
—Me aburren las fiestas, no sé bailar —prefirió mentir.
—Además te voy a presentar a mi prima.
—¿Y?
—24 años, sin novio.
—Bueno, a lo mejor...
—Conste, te esperamos.

A las ocho en punto tocó el timbre del departamento de su amiga y, efectivamente, lo esperaban Verónica y su prima, porque no había llegado nadie más.

—¿Qué pasó? —dijo, mientras le extendía a su amiga la bolsa con hielos y la botella.
—Ya no tardan en llegar.
—¿Trajiste discos? — preguntó Verónica mientras se encaminaba a la cocina.
—No me dijiste.
—Hola —saludó la prima: cara angelical, ensortijado cabello negro, minifalda gris y entallado suéter rojo. ¿Cómo era posible que esta reina no anduviera con nadie? Es que no tiene tiempo, le había dicho Verónica, trabaja mucho y tiene que cuidar a su mamá que está muy enferma—. Creímos que ya no venías.
—Pues aquí estoy ya —dijo él, y no volvió a abrir la boca, más que para darle el primer trago a la cuba que le sirvieron.

Como un siglo después, sonó el timbre y llegaron más invitados, que él no conocía ni tenía por qué conocer, pues por eso no iba a fiestas, porque no le gustaba conocer gente. Saludó con un gruñido a los que se dieron cuenta de su escondite en un rincón de la sala, junto al tocadiscos. Se dedicó entonces a revisar la magra colección musical de la casa. Pura basura. Mejor sintonizó una estación de radio y nadie protestó, pues todos estaban platicando muy animados, hasta que unas botanas y unas cubas más tarde, la angelical prima, hecha toda una sonrisa y acercándose mucho a él, le recordó que se trataba de una fiesta.

—Ponte algo para bailar, ¿no?
—No hay mucha música —le informó.
—Por aquí hay algo —dijo ella mientras se inclinaba para buscar un disco. Las piernas de ambos hicieron un leve contacto. Entonces pudo oler su perfume, delicado y dulce. Apuró el último trago de la segunda cuba.
—Ahorita regreso, voy a servirme otra en lo que encuentras el disco.

En el desorden de la cocina se encontró a Verónica.
—¿Ya ves? Te dije que no iba a venir la Innombrable. ¿Qué te parece mi prima? —dijo, mientras acomodaba las botanas en un platón—, ¿a poco no está guapa?
—Ajá —dijo él, mientras se servía un poco más de ron en el vaso. Regresaron a la sala.
—Ya lo encontré —le dijo la prima, mirándolo fijamente y le dio el disco—. Pon la tercera canción, por favor, ¿sí?
En cuanto se escucharon los primeros compases, como si de repente sus asientos estuvieran ardiendo, todos los invitados se levantaron y se pusieron a bailar con singular animación.

De repente se dio cuenta que la prima bailaba con un tipo alto, blanco, de pelo castaño, con camisa floreada y la cara llena de barros, que se contorsionaba como electrocutado. Apretó el vaso, entrecerró los ojos y apuró la cuba de un trago. Se dirigía otra vez a la cocina cuando terminó la canción.

La prima dejó por un momento al súbito acompañante y se acercó de nuevo.
—¿Te puedo pedir otro favorzote? —le dijo, entornando los ojos y remojándose los labios.
“Rescátame de ese imbécil”, hubiera preferido que fuera la petición, pero en su lugar escuchó estas palabras:
—Sigue poniendo los discos.
Desde la estupidez más espantosa, sólo atinó a decir:
—Pero no sé qué música les gusta para bailar.
—No le hace, yo te voy diciendo —y nuevamente se acercó a él, mirándolo fijamente a los ojos.
—Deja servirme otra cuba.
—Sírveme una a mí también —dijo ella, secándose el sudor sobre el labio con una servilleta—. Con el baile ya me acaloré.

Regresó de inmediato, le dio el vaso y miró cómo diminutas gotas de brebaje se aperlaban en sus labios. Obediente, se dedicó a poner la música siguiendo las instrucciones de la prima, mientras seguía bailando con el barroso imbécil.

—¿Cómo vas? —se acercó Verónica, contoneándose al ritmo de la música.
—¿Quién es ese lobotomizado? No ha dejado de bailar toda la noche con tu prima —dijo, tratando de ocultar, sin éxito, su malestar.
—¿Apenas la acabas de conocer y ya estás celoso? —dijo Verónica sin dejar de moverse—. Esa es buena señal. Es un amigo con el que ella siempre ha querido andar, pero parece que ella no le gusta a él.
—¿Le gusta ese retrasado? —dijo y apuro un trago para completar—: La verdad no sé quién está más idiota: si tu prima por sentirse atraída por él, o él por no hacerle caso a tu prima.
—Así es siempre, ¿no? Uno quiere pero el otro no. Ya ves lo tuyo con la Innombrable... —dijo Verónica. Entonces se dio cuenta del error que había cometido y que la comparación no venía al caso. Quiso componerle, pero ya era demasiado tarde. Se desató la perorata.
— Eso fue diferente —dijo él—. Lo nuestro se había ido al carajo desde el principio, pero ella se aferró a que yo cambiara, hasta que encontró a otro pendejo que sí hiciera todo lo que ella quería. Lo peor de todo es que ella esperó hasta ese momento para embarrarme en la cara todo lo hijo de la chingada que había sido con ella y todo lo maravilloso y perfecto que era el idiota que ahora la soporta. Y todavía se aventó la puntada de decirme que ojalá, cuando yo tuviera otra pareja, los cuatro nos juntáramos para cenar, ir de paseo o a un concierto. Yo todavía no llego a tal grado de civilidad, donde puedo convivir tranquilamente con el nuevo galán de mi ex mujer. Ya me imagino, platicando con él:. "Ah, sí, a ella le gusta así, ¿contigo no lo hacía de a perrito? Qué raro, ahora le encanta". Hija de la chingada.

Se le había soltado la lengua, señal inequívoca de que ya estaba borracho. En su juicio no le gustaba hablar de ella, por eso le decían la Innombrable. Hacia más de un año de que lo había dejado. Para acabarla de amolar, trabajaban en la misma oficina. Él primero pidió su cambio, pero aún así no resistía verla. Hasta que finalmente renunció y consiguió otro trabajo. Pero su vida se había vuelto predecible y monótona. No veía a nadie, se la pasaba solo, encerrado en casa. Hasta ahora, que Verónica creyó que ya era tiempo de que se distrajera y conociera otras personas. Pero evidentemente los recuerdos todavía hacían estragos.

Terminó la canción, el hombre barro se despidió de la prima y se fue. Ella se quedó sola un buen rato, sonriendo y disculpándose amablemente con quienes la querían sacar a bailar. Él la observaba desde su trinchera de alcohol, allí, sentada, con la espalda muy derecha, los pechos bellos y desafiantes, las piernas cruzadas, evidentemente triste porque el imbécil se había marchado. Entonces lo asaltó la idea: ¿Por qué no? Podía sacarla a bailar, a estas alturas de la noche ya nadie se iba a fijarse si sabía bailar o no. Además, estaba seguro que con unos alcoholes encima se volvía más chispeante y desenvuelto. Cuando, por fin, decidió acercarse a la prima, ésta se levantó y se dirigió al baño, dejándolo en la más profunda orfandad en el rincón de una fiesta de cumpleaños.

Entonces sonó el timbre. Todos debieron adivinarlo, claro, menos él, que estaba embelesado admirando la belleza solitaria de la prima. Allí estaba ella, la Innombrable, con el hombre, al que, a pesar de no conocerlo en persona, ya odiaba, no tanto porque viviera con su ex mujer sino porque precisamente ella se había encargado de hacer que lo odiara, pues era tan diferente a él y, por lo tanto, tan extraordinario.

Como siempre, llegó partiendo plaza, sabedora de que era el centro de atención porque sólo a ella se le podía ocurrir llegar a la una de la mañana a una fiesta que empezaba a las ocho. Saludó a todos con artificiales besos en la mejilla y presentó a su acompañante como lo que era: el hombre ideal, faltaba más. Hasta que llegaron al rincón de la sala donde estaba él, tratando de ocultarse en la profundidad de su vaso.

—Hola —dijo ella, con la más ensayada de sus sonrisas, a leguas se podía notar que gozaba el momento—, ¿cómo estás?.

Le extendió la mano y la estrechó un segundo de más, que le pareció una eternidad. El hombre modelo permanecía a su lado, observándolo con aire entomológico, es decir, como examinando una cucaracha. Le dio la mano: estaba sudorosa y fría, como un pescado.
—Él es... —intentó decir ella, pero la atajó:
—Ya lo sé... —quiso articular algún insulto ingenioso, pero no se le ocurrió nada. Los hombres no se soltaban las manos, mirándose, retadores, en el umbral de la violencia.

Verónica llegó con las bebidas y se dio cuenta del presagio de tormenta. Hábilmente, distrajo la atención.
—Me van a perdonar pero ya se acabaron los refrescos. Si quieren, ahorita mandamos a algún valiente para que vaya a comprarlas. De hecho, podrías ir tú ¿no? Ándale, no seas malito –y casi empujándolo, lo mandó a la cocina por los envases, desactivando la inminente zacapela. Mientras se alejaba, bamboleante, detrás de él, todavía alcanzó a escuchar:
— Ay, no te preocupes, Vero, tú siempre tan atenta. Acabamos de cenar. Nada más venimos a darte un abrazo y a dejarte tu regalo, ya sabes cómo se te estima y se te quiere.

“Pinche hipócrita, siempre te cayó mal Verónica”, masculló mientras regresaba, amenazante, dispuesto, ahora sí, a que todo se lo llevara la chingada, pero Verónica, al verlo venir, lo atajó como pudo, lo tomó de un brazo y logró encaminarlo de nuevo hacia la entrada de la casa. La Innombrable y su adversario siguieron la escena con insistencia digna de mejores causas y sólo atinaron a mover la cabeza en señal desaprobatoria.

Ya en la cocina, se acercó al fregadero rebosante de trastes y se refrescó la cara. Se secó con el apestoso trapo de la cocina. Lo arrojó al suelo y sólo entonces se dio cuenta de la presencia de la prima, sentada en un rincón, con los ojos enrojecidos y el maquillaje descompuesto por las lágrimas, sorbiendo la líquida y transparente mucosidad que se escapaba de su naricita de princesa. A pesar de que estaba evidentemente borracha, seguía con esa mirada casi beatífica.

—¿Ahora qué? —dijo él, como a diez centímetros del encabronamiento—. ¿No me digas que estás llorando por el hombre barro?
—No le digas así — gritó y el llanto estalló aún más.

No soportaba ver a una mujer llorando y menos por un hombre. De inmediato le entraba una especie de sentimiento de culpa, como si fuera el causante de las lágrimas. Entonces se le acercó y la abrazó.

—Ya, ya.

A pesar de los estragos de la bebida, el olor de su perfume seguía allí. Podía sentir su cuerpo estremeciéndose, sus senos aprisionados contra su cuerpo, el calor correcto.
—Es que, es que, es que no entiendo —dijo ella, entre sollozos—. ¿Es que no se da cuenta de que siempre lo he querido, desde que estábamos en la escuela? ¿Por que me hace esto?
—¿Qué te hizo? —dijo él estúpidamente.
— ¿Cómo qué? Pues platicarme de las muchachas que le gustan y que lo rechazan por los barros en la cara. Siempre anda precisamente detrás de las chicas que lo desprecian y lo hacen sufrir. Dice que no le importa porque sabe que tiene que encontrar a la mujer perfecta. Y no se da cuenta de que la tiene enfrente de él desde hace años. Y lo peor de todo es que él es el hombre perfecto para mí.
—¿Y ya se lo dijiste tú?
—Esas cosas no se dicen, simplemente se saben, se reconocen. —El llanto se fue y entró una cólera contenida—. Carajo, ¿por qué son tan pendejos los hombres? Nunca entienden nada. Todo se les tiene que andar diciendo.

Entonces a él se le ocurrió que a las mujeres les gustan los hombres perfectos, no importa si son precisamente unos perfectos imbéciles. Se lo iba a decir, pero prefirió callar. Y así se quedaron, abrazados, rodeados de trastes sucios y botellas vacías, junto al fregadero.


(Publicado en Antología de lo indecible, Plan C Editores, 2004 -en PDF aquí- y en Juntos andan. Antología de cuentos del México contemporáneo, de Gaëlle Le Calvez y Bernardo Ruiz, comps., Plan C Editores, 2004)

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